No sé qué es peor, si haber sido engullido por una micro o pasar la vergüenza de que una asistente de enfermos, que podría ser mi hija, me asee las partes íntimas todos los días.

Cuando recuperé la conciencia luego del chancacazo de la mole de fierro que me llevó por delante con bicicleta y todo supe que llevaba tres días en el hospital parroquial, enyesado hasta la lengua y sin poder hacer nada por mí mismo, excepto respirar e intentar resolver el rompecabezas de cómo llegué a este lugar.

Es la primera vez que tengo un accidente en mis treinta años de aplanar las calles de esta ciudad. No sé en qué iba pensando esa mañana. En realidad sí lo sé. Ahora lo puedo recordar en detalle, pero me perturba y no quisiera traerlo a colación. Solo diré que las malas costumbres, de una u otra forma, al final siempre pasan la cuenta.

Debido a mi oficio he conocido a miles de personas. La mayoría de ellas me esperaban ansiosas, yo era el portador de las buenas noticias. Lo triste es que hace ya unos buenos años este trabajo no es lo mismo. Las cartas de verdad, esas de amor, de amistad o de la familia en otro país, esas que palpitaban en el canastillo delantero de mi bicicleta, son una especie en extinción. Así las cosas, no me quedó otra que acostumbrarme a repartir cuentas, o sea, me transformé de cartero en cuentero. No fue agradable convertirme en ese pájaro de mal agüero al que cualquiera desearía darle un hondazo, peor que un perro con sarna al que todos le hacían el quite. Hoy no dan ganas ni de pedir propina, qué ganas van a quedar si a uno lo miran como diciendo «para eso te pagan». Una de las pocas cosas que compensan es la amabilidad de las mujeres que trabajan en casa ajena y que a menudo te ofrecen agua, en vaso o directo de la manguera, da lo mismo, es su forma de darte a entender que tienen algo en común contigo.

Raya para la suma: cualquiera en su sano juicio se hubiera cambiado de pega rápidamente, pero mi caso es especial. Quién hubiera pensado que este trabajo a la larga sería la mejor solución para mi soledad y que el repartir cartas todos los días sería la ayuda que necesitaba para enfrentar la separación y el no ver más a mi hijo; al menos hasta que pasó lo que pasó.

***

—Buenas tardes don Elías —me dijo la asistente, para despertarme de la siesta.

—Mmmm… buenas —respondí a media máquina, mientras me acomodaba para mirar las maniobras de trasbordo que los camilleros hacían de mi nuevo compañero de pieza: era un hombre como de mi edad, que venía grogui, enyesado y con unos fierros atornillados a su canilla.

—¿Y a él qué le pasó? —le pregunté a la mujer.

—Lo encontraron atropellado en la carretera. El policía que llegó con la ambulancia dijo que lo había agarrado un camión.

—Andaba con suerte el hombre —agregué.

—Igual que usted no más —respondió de volea.

El primer día no hablamos nada. Mi vecino apenas comía, parecía que su dolor no era solo del cuerpo, era más profundo. Esa noche lo escuché sollozar en silencio.

Por la mañana, cuando terminaba el turno de noche, fue inevitable dirigirnos la palabra, dado el momento de intimidad forzado por el aseo matutino que nos habían hecho a ambos.

—¿Qué le pasó compañero? —le pregunté tratando de darle un poco de ánimo con mis palabras.

—Me atropellaron —respondió mirando al infinito.

—Estamos en las mismas. Aunque en mi caso fue de puro pavo no más, iba en mi bicicleta y me pasé un disco PARE —mentí para no entrar en profundidades y tener que revelar la verdadera razón.

—Lo mío fue un poco distinto, pero no me gustaría conversar de eso.

Con ese corte abrupto de la charla, no me quedó otra que seguir mirando al techo y dejar correr las horas repasando mi propia tragedia. Y no me refiero solo a que casi terminé espachurrado debajo de aquella micro del recorrido Tobalaba-Las Rejas, también es por lo de mi hijo que dejé de ver a sus tres años, cuando mi ex tomó la decisión de irse luego de una de las tantas discusiones en que se me pasó la mano con ella y con el trago.  Me creía muy hombre tomando como condenado y hablándole golpeado a mi señora, pero no era más que un esposo de pacotilla, incapaz de valorar la mujer que era. Después de esa vez, no supe más, ni un llamado de larga distancia, ni siquiera una carta. Es paradójico que siendo cartero, en todos estos años no haya recibido ninguna. Me lo merecía.

***

—Y entonces vecino, qué fue lo que le pasó —pregunté al día siguiente mientras tomábamos desayuno.

—Es complicado, me cuesta un poco hablar de eso.

—Dele no más, todos tenemos nuestros secretos. Yo soy tumba.

Hizo una pausa larga y después me la soltó:

—Intenté matarme. Me tiré a la carretera, pero parece que nadie se va para el otro lado antes de su hora.

—Lo lamento —fue lo único que se me ocurrió decir, mientras pensaba en que hay que ser bien gallo para tomar una decisión así de drástica—. ¿Y no tenía con quién hablar para contarle lo que le estaba pasando?, ¿algún familiar, un amigo? —agregué.

—No, no tengo a nadie. Soy solo y la única persona que me importa no la veo hace muchos años.

Al escucharlo era como si estuviera hablando de mí. La única diferencia era que yo no había intentado suicidarme, aunque eso no quiere decir que no lo haya pensado más de una vez. Sobre todo algunos domingos cuando no había trabajo que hacer o con quién juntarse a conversar. Mis compañeros de la oficina de correos eran los únicos disponibles, pero ellos no podían siquiera imaginar juntarse alrededor de alguna otra cosa que no fuera una botella de tinto y yo me había prometido no volver a tomar cuando quedé solo.

—¿Y no tiene cómo contactar a esa persona? —pregunté.

—Sí, pero nunca me atreví a visitarla para hablar con ella. Estuve varias veces a punto de hacerlo, pero no fui capaz. Hasta me aprendí su dirección de memoria: Las Verbenas 237.

***

La mañana del accidente me había levantado más temprano de lo habitual, movido por el remordimiento y la preocupación. Esa sensación era peor que la caña más cruda que hubiera tenido. Nunca me había sentido así. Luego de poner la carta en el bolsillo de mi chaqueta, tomé mi chancha —así le decía a mi bicicleta que en paz descanse— y con los dedos congelados conduje calle abajo a toda prisa, ni siquiera le tomé asunto al perro que todo los días intentaba sacarme un pedazo antes de llegar a la avenida principal, iba concentrado en llegar rápido al destino. Esa carta debía haberse entregado mucho antes.

Aquel sobre era distinto de los demás, y no me refiero ni a su color, ni a la estampilla o si tenía o no las franjas azules y rojas por el borde como se usaba en algunos. Era distinto por su contenido. Se preguntarán cómo lo sé, bueno, aquí debo hacer una confesión: hace muchos años que me dedico a abrir las cartas para leerlas. Al principio fue como un juego, pero luego se transformó en una necesidad, no podía resistirme a esas historias. Era como lo que me pasaba con el trago, cada vez necesitaba más cartas para lograr el mismo efecto. Las primeras veces que lo hice me sentía pésimo, pero poco a poco la culpa se transformó en ansiedad por hacerlo una y otra vez. A falta de vida propia, tomar prestada la de los demás por un rato no era tan grave, pensaba yo. Sé que no está bien,  pero abrir las cartas que repartía antes de entregarlas era lo único que llenaba la ausencia crónica de la que sufro. He leído cada historia con mucha atención y respeto, como si me las hubieran escrito a mí. Desarrollé una técnica impecable para manipularlas sin dejar rastro, luego las entregaba y «aquí no ha pasado nada». Me convencí de que este era un delito sin víctima y que quienes escribían las cartas, sin saberlo, estaban ayudando a una buena causa.

Esa última era muy especial, juré que si lograba entregarla y torcerle la nariz al destino, abandonaría mis malos hábitos. Eran tres carillas que un padre arrepentido le escribía a su hija, a quién había abandonado de pequeña, sin dar ninguna explicación y sin tener el valor necesario, pasados los años, para buscarla y contarle todo. Este hombre nunca pudo volver a enrielar su vida, la depresión lo agarró de las patas y lo comenzó a enterrar de a poco. Esa carta era una confesión y una despedida, en las líneas finales el hombre le pedía perdón no solo por lo que había hecho, sino por lo que estaba a punto de hacer… En eso iba pensando cuando sin darme cuenta me pasé el disco pare y de pronto vi todo negro. Nunca llegué a la dirección indicada: Las Verbenas 237.