Según recuerdo, cuando sonó mi teléfono era casi medianoche y cabeceaba en el límite del sueño y la vigilia frente a la sexta temporada de una serie de ciencia ficción. Era un número desconocido.
—¡Aló!
—¿Hugo?
—Sí con él, ¿quién habla?
—Habla una amiga tuya, seguro no te vas a acordar. Soy Karina… la del preu.
Sabía perfecto quién era, pero hacía siete años que no sabía de ella. «¿Por qué me llama, qué será lo que quiere?», «¿estará igual de rica?», eran las preguntas que saltaban el cerco de mi desvelo como ovejas negras. Cuando estudiamos en el preuniversitario ella me mantuvo siempre a una distancia óptima, justo la necesaria para recurrir a mí cada vez que necesitaba algo, menos lo que yo quería darle. Siempre «ahí», a punto, «ni muy adentro que te queme, ni muy afuera que te enfríe» —diría mi padre.
Me di vueltas en la cama hasta el amanecer. Me pasé el día a la espera de la noche. Llegué a la estación de metro acordada y en medio de paseos inconclusos, sobre el andén repleto de piernas y caminatas presurosas, ella llegó puntual a nuestra cita.
Como una gota indiferenciada del caudal de gente que fluía del tren, se escapó ofreciendo un «¡hola!» como saludo. Mirada, saludo, besos de ida y vuelta.
Nos asilamos en un barucho en la calle Moneda para conversar un rato y ponernos al día: que cómo estás, qué ha sido de tu vida, estás trabajando, estudiando… seguido por un largo etcétera, hasta que luego de una última pitada a su cigarrillo y envalentonada por su tercera copa lanzó a la mesa una declaracción seca y directa, y nótese que digo declaracción porque su apertura del juego con la frase «¡me caso!» se confundió de inmediato con la acción de su cara acercándose a mí.
Salimos del bar y no esperamos mucho para empezar a embestirnos y toquetearnos mientras caminábamos en busca de alguna oscuridad cómplice; la encontramos en un cerro en medio de la ciudad. Nuestros cuerpos semidesnudos estuvieron apretados uno contra el otro por largo rato. Ella dudó que yo fuera de barro, yo quise recuperar mi costilla a punta de caricias. Abundaron los besos como para regalar, pero nos quedamos con todos. Al final cada fibra de nosotros estaba revuelta y vuelta a revolver.
Cuando recobramos un poco la vergüenza, ya estábamos satisfechos por el reencuentro. Estuvimos a la distancia necesaria para que yo conociera el húmedo secreto bajo su falda y ella tuviera uno nuevo que guardar.
Nos ordenamos la ropa, el pelo y la cara. Ella detuvo un taxi, me besó por última vez y partió sin decir nada más.

Dos meses después:
—Aló. Hola, habla Karina.
—Hola, ¿cómo estás?
—Mmmm… más o menos.
—¿Por qué?
—Tuve que suspender el matrimonio, por eso te llamo, tenemos que hablar.