Mi viejo siempre me visita. Lo hace cada mañana en las arrugas de mi cara, en mi risa, en las cosas bien hechas, en su camisa favorita que ahora se transformó en mi piel, en las fotos que encontré en sus cajones, en mis sueños.
Me visita cuando conduzco hacia la casa y quiero llamarlo para escuchar su «¡hola, hijo!».
Me visita en el tictac de sus relojes, en su bodega llena de herramientas que no alcanzó a ocupar, en su auto estacionado que lo espera sin saber que ya partió.
Mi viejo me visita en los ojos de mi madre, que cuando me mira lo ve a él.