Aunque tienen algunas semejanzas en su elaboración, un cuento no es un pan, ni una pizza a la piedra, tampoco un pastel. Un cuento es eso, un cuento, ni más ni menos.
Un cuento bien hecho es de harina de fuerza cernida como nieve dentro un bol. Si se le agrega masa madre, aun mejor. También tiene un poco del «líquido elemento», así como le llaman algunos periodistas siúticos, el que debe ser tibio y con un poco de azúcar para que alimente la levadura. No puede faltar la sal, pero no cualquiera, debe ser la de la vida, para que le dé ese sabor a cotidiano tan anhelado.
Si lo quieres liviano, como se estila en estos días en que la delgadez y estar en forma son la moda, no le pones nada más. Si lo quieres de campo, para que te haga crecer la panza con sueños, le puedes agregar manteca.
Un cuento está vivo. ¡Sí!, ¿pero a partir de cuándo? Por un lado, están los que afirman que un cuento es tal solo a partir del momento que sale de la puerta del horno, por otro, están quienes creen que un cuento tiene vida desde el mismo momento que se mezclan sus ingredientes. Incluso han creado fundaciones para defender el derecho de los cuentos a nacer. Aunque cuando reciben la luz, ¡si te he visto no me acuerdo! Algunos terminan en hogares de protección o en centros de internación narrativa para que se rehabiliten y no lleguen de mayores a convertirse, por ejemplo, en el «cuento del tío». En fin, el punto es que un cuento está vivo.
Un cuento tiene paciencia. Sabe esperar su momento. Un cuento es flexible, se adapta con facilidad a las circunstancias de la mesa espolvoreada con harina de su propia sangre, sobre la que empieza su metamorfosis hasta alcanzar la forma y consistencia deseadas.
Un cuento crece y se transforma. Para que se produzca esta alquimia, hay que manosearlo, doblarlo, enrollarlo, volver a estirarlo y mirarlo bien para amasarlo otra vez. Solo así se dan un buen festín las bacterias de la ficción. Luego se le deja leudar tranquilo, en silencio, en un lugar cálido, tapado con un paño de confianza, para que respire y se alimente de sí mismo.
Un cuento que al principio pudiera parecer algo plano, después de dormir una buena siesta, puede incluso duplicar su tamaño. ¡Ojo aquí! No olvidar que debe reposar con un poco de aceite de oliva para que no se seque antes de tiempo. Un cuento seco y duro pierde su sentido original, aunque aun así puede tener algunos usos alternativos: tirarlo a la policía en una protesta, usarlo como pisapapeles, o si se tiene suerte y se juntan tres panes duros, podrían servir para hacer malabares en la esquina por unas monedas.
Un cuento no se conforma con poco, siempre quiere correr más riesgos, demostrar que está para cosas mucho más importantes. Por eso, un cuento de los buenos, de esos que te dejan pensando, espera tranquilo su encuentro íntimo con el horno de la autocrítica; «lo que no me quema me fortalece», escuché decir a uno mientras pagaba su entrada para ingresar al Averno, aquel impío espacio que conspira contra su naturaleza original hasta hacerlo comestible.
Un cuento es una mezcla virtuosa de aire, tierra, agua, fuego, historia, corazón y tiempo. Un cuento se ofrece generoso a quien lo quiera degustar y se mantiene orgulloso ante el desprecio.
No hay nada mejor que un cuento recién salido del horno, tibio, dorado y crujiente. El único problema, al menos para mí, es que con tanto cuento me está empezando a engordar el alma.